jueves, 29 de septiembre de 2011

EL PADRE INDIO TOMAS RUIZ PRÓCER DE LA INDEPENDENCIA DE CA.



Dos intelectuales nacidos en la provincia española de Nicaragua participaron en el proceso de la independencia de Centroamérica. El más conocido es Miguel Larreynaga (León, 29 de septiembre, 1772–ciudad de Guatemala, 28 de abril, 1847), jurisconsulto, literato y hombre de ciencia. Menos conocido, pero más importante en dicho proceso, fue Tomás Ruiz (Chinandega, 10 de enero, 1777–San Cristóbal, Chiapas, ¿1820?), sacerdote, primer indígena que obtuvo el grado de doctor en Centroamérica, uno de los tres fundadores de la Universidad de León (los otros dos fueron Rafael Agustín Ayesta y Nicolás García Jerez), y el autor nacido en Nicaragua con más títulos impresos —en latín y español— entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, destacándose sus oraciones fúnebres.

Por eso es lógico relacionar ambas figuras. Larreynaga representó con altura intelectual a la provincia dentro del bando criollo —o línea conservadora— en contra de los próceres liberales como Simón Bergaño y Villegas y Pedro Molina; en cambio, Ruiz actuó siguiendo la línea radical de los últimos. Mientras el primero consolidó su carrera dentro del sistema monárquico, el segundo se rebeló contra el mismo, postulando la acción armada.

Larreynaga: hijo de un orfebre

Ambos tuvieron una formación colonial. Hijo de un platero (u orfebre de la plata), Joaquín Larreynaga, y de Manuela Balmaceda y Silva, quien falleció en el parto, Larreynaga había quedado huérfano de padre antes de nacer. Por eso su abuelo paterno asumió educarlo, logrando que el nieto se elevase por sí mismo, en virtud de su capacidad y energía para ser el más notable letrado originario de León surgido en las postrimerías de la dominación española.

Tras haber aprendido a leer con un religioso de La Merced, ingresó de diez años al secular Colegio Seminario San Ramón. En 1789 enseñó geometría y filosofía en el mismo centro. Incorporado a la Universidad de San Carlos, en Guatemala, concluyó en 1798 el bachillerato en ambos derechos: Civil y Canónico. Luego impartió matemáticas en una institución progresista: la Sociedad Económica de Amigos del País; y en 1799 regresó a León, llamado por el obispo José Antonio de la Huerta y Caso, para desempeñar la cátedra de filosofía en el Colegio Seminario referido.

De nuevo en Guatemala, obtuvo la licenciatura y sus dos carreras durante el primer año del siglo XIX y, antes de su viaje a España, en febrero de 1818, donó su biblioteca con más de tres mil volúmenes a la Universidad de León. Diez años después, al salir del Estado mexicano de Oaxaca, obsequió su segunda biblioteca selecta al Instituto de Ciencias y Artes. Simultáneamente, Larreynaga había consolidado su otra vocación: la del ejercicio administrativo, o, mejor dicho, burocrático, llevando a la práctica este pensamiento: “El modo de conseguir estimación y granjearse conceptos entre los hombres, es trabajar asiduamente y cumplir con exactitud e integridad lo que a uno se le encarga”.

Numerosos habían sido sus cargos desempeñados hasta entonces. Tras la independencia en 1821, se trasladó a México, donde desempeñó cargos importantes. En 1830 fue diputado al congreso constituyente y en 1845 regente de la Corte de Justicia. Dos años después fallecía de un resfriado a los 75 años. Y de los cuatro autoepitafios que escribió, éste fue el más patético: “Aquí estoy muerto: si por mí, llorares, / Mi triste amigo, sabe y ten por cierto, / Que aquí sin consuelo, todo muerto, / A mis amigos vivos lloro a mares”. No contrajo matrimonio, pero tuvo un hijo al que reconoció: Manuel Pineda de Mont. Además, dejó muchos discípulos centroamericanos.

Uno de ellos, el guatemalteco Ignacio Gómez, afirma que la constante subida se redujo a acomodarse con sus propios recursos: “El hombre debe hacer consistir su riqueza en saber privarse de placeres inútiles —sostenía Larreynaga— para no pasar la humillación de vender su independencia. El verdadero decoro consiste en no deber nada a nadie, en no oír que los acreedores llamen a la puerta, aunque las arcas estén vacías”. Postulaba, pues, que todos somos igualmente ricos si cada quien gasta en proporción a sus ganancias.

Otro legado suyo fue su producción erudita. Autor de una comedia de crítica social (“El quebrado ganancioso”), tradujo la Retórica de Aristóteles al español (de una versión latina), compiló un Prontuario de Reales Cédulas y, aparte de varios discursos académicos, divulgó una teoría sobre el origen del fuego de los volcanes en 1843, impresa en Guatemala, reimpresa en México y elogiada en Inglaterra.

Ruiz: descendiente de indios principales
Hijo legítimo de Joaquín Ruiz y Lucía Romero, descendientes de indios principales, Ruiz tuvo la protección del obispo Juan Félix de Villegas, quien le consiguió una beca en el Colegio Seminario San Ramón, donde estudió filosofía y recibió las cuatro órdenes menores. Villegas, ascendido al arzobispado de Guatemala, lo llevó a la capital del Reino. Allí Ruiz obtuvo a los diecisiete años el grado menor de bachiller en filosofía y cursó los estudios de Sagrados Cánones, Leyes e Instituta, terminándolos con los grados de bachiller.

Siendo discípulo de fray Matías de Córdoba, sostuvo en la Universidad de San Carlos el primer acto público de Retórica y Elocuencia, haciendo el análisis de las tres oraciones de Cicerón pro Marcelo, pro Lege Mainilia y pro Milone.

Residiendo gran parte de 1799 y 1800 en León, pasó de nuevo a Guatemala. En 1801, otra vez en León, lo ordenó el obispo Huerta y Caso. Y de regreso por tercera vez a Guatemala, a mediados de 1803, fue investido de Licenciado y, a principios de 1804, de doctor. “Los estudios de las humanidades son siempre útiles a los varones eclesiásticos y es necesario que siempre existan” y “a quiénes deben mayores beneficios los indios: ¿a los sucesores de Pedro o a los reyes católicos?” —Fueron los temas de sus discursos pronunciados en latín.

El burócrata criollista en la proclamación del 15 de septiembre
Mucho más podría hablar de los méritos intelectuales de ambos próceres. Pero aquí me limitaré a sus actuaciones políticas. Larreynaga participó en las tres etapas del proceso independentista: la Ilustrada (1794-1809), la Constitucional (1810-1820) y la propiamente Independentista (1821-1823). En la primera, contribuyendo ideológicamente a prepararla desde la Sociedad Económica de Amigos del País y la Gaceta de Guatemala; en la segunda como individuo en 1813 de la Junta Provisional de Guatemala ante las Cortes españolas y al año siguiente, como diputado por la provincia de Nicaragua; y en la tercera, como se dijo, integrando el bando criollo que proclamó la independencia del 15 de septiembre de 1821 ante la presión, apoyada por la plebe, de los próceres liberales. Actitud conservadora que corroboró al adherirse el 5 de enero de 1822 al Imperio Mexicano y a formar parte, como diputado, de su Congreso.

Pasando a su participación el 15 de septiembre de 1821, conviene establecer que fue el único nacido en la provincia que se hallaba en la histórica reunión, habiéndose inclinado, con más de veinte autoridades de la Capitanía General de Guatemala, a la independencia convenida —o arreglada de antemano— por criollos y españoles. Larreynaga pues, se plegó al criollismo: a la concepción reaccionaria de la independencia; como a José Cecilio del Valle, lo que a él más le interesaba era conservar sus cargos públicos. Es prócer —es innegable— en el sentido criollo, como el marqués de Aycinena, los hermanos Larrave, el mismo Capitán General Gabino Gainza. Pero no lo es realmente en el sentido revolucionario para la época, como lo fueron, entre otros, Pedro Molina, Juan Francisco Barrundia, los Bedoya y Tomás Ruiz. Sus méritos residen, más bien, en su obra de humanista neoclásico, de científico y recopilador de leyes, de catedrático, en fin, de sabio.

El Padre-indio y la conjura de Belén
En cuanto a Ruiz, el Padre-indio, funcionó como activista de la independencia en dos ámbitos: en su provincia natal (encabezando el movimiento subversivo de El Viejo, en 1805, contra las autoridades españolas y divulgando “doctrinas revolucionarias”, en palabras del historiador Tomás Ayón) y en la capital del Reino de Guatemala (dirigiendo la conjura del Convento de Belén a finales de 1813). Ruiz fue el que más experimentó la represión de su época, permaneciendo casi siete años preso, gran parte de ellos engrillado y sin ver el sol, en la insalubre cárcel colonial; y ningún otro se atrevió directamente (en carta a Fernando VII) a negar el sistema monárquico (planteando sustituirlo por el republicano) y a mantener viva, aún desde la cárcel, la propaganda independentista.

Tales aspectos revelan su participación clave como prócer que aspiraba a una verdadera transformación social, a través de la distribución de la tierra a los trabajadores agrícolas y de la lucha armada, la que pensaba vincular a la del cura mestizo de México, José María Morelos, cuyas proclamas conocía y divulgó desde el convento de Belén en la ciudad de Guatemala. En diciembre de 1813, esta conjura fue delatada y reprimida. Su impulso, pues, resultó decisivo para preparar la proclamación del 15 de septiembre de 1821. Por eso es uno de los próceres más significativos de ese proceso. Pero, desde luego, no fue el único: más de una docena de sus compañeros de estrato social e ideología lucharon violentamente por la independencia. Sin embargo, nuestro cura indígena posee la personalidad menos fría, estática y convencional de todos ellos.

La aspiración frustrada de una canonjía en Comayagua

Otros aspectos suyos confirman sus impresionantes talentos, cuyo libre despliegue fue siempre bloqueado por el sistema para alcanzar un puesto en la jerarquía eclesiástica. En efecto, ejerciendo el vicerrectorado del Colegio Seminario de Comayagua, Honduras, aspiró a una canonjía en el cabildo eclesiástico. A Ruiz lo apoyaba el obispo de Honduras, Vicente A. de Navas, pero los restantes miembros del cabildo se oponían a su candidatura. El arcediano José María de San Martín, uno de ellos, logró un testimonio adverso sobre Ruiz del Deán del obispado de León, quien antes había enviado otro en términos elogiosos.

El obispo Navas falleció, y Ruiz, destituido de la fuerza de su vicerrectoría, huyó a Guatemala, donde entablaría un juicio contra el cabildo eclesiástico de Comayagua. Vana fue su lucha. No obstante, presentar testimonios favorables sobre su conducta en Comayagua, Ruiz no pudo obtener la pretendida canonjía. En el fondo, lo rechazaban por indio. Así lo dejó ver: “Mi provisor San Martín es de los que miran a los indios con desprecio… ¿Qué delito es que un indio aspire a una canonjía por los medios que la iglesia tiene aprobados? Los indios de mi provincia y estos de Honduras han visto con regocijo mi marcha, me han obsequiado en mi tránsito, se han alegrado de que pretendiese un canonicato…”.

De manera que, formado e incorporado a la sociedad colonial entre 1790 y 1804, a Ruiz lo frustraron varias veces entre 1807 y 1813. Hechos que estimularon su convicción y a soportar su consecuencia: el martirio —entre 1813 y 1819—, cuando desapareció sin saberse ahora la fecha exacta de su muerte.

Su pensamiento —integrado por ideas teológicas, pedagógicas, de justicia social y políticas— y la serie de anécdotas forjadas sobre su condición de indígena, proyectan en forma lapidaria reflexiones de raíces bíblicas como la siguiente: “Toda la vida del hombre no es más que una cobarde flor del campo, que se rinde y marchita cuando el sol apenas comienza a disparar sus rayos”.

La anécdota con el obispo García Jerez

Al mismo tiempo, enseñan lecciones de humana igualdad como la siguiente. Un jueves de Corpus, el Obispo de León, seguido de su vistoso cortejo, salió de catedral y se encontró con Tomás Ruiz en el atrio de la parroquia de Sutiaba, removiendo unos huesos recién exhumados para enterrarlos en el cementerio; al verlo, le preguntó llamándole con ánimo despectivo “padre-indio”. —¿Qué haces allí, Padre-Indio? Y Ruiz le respondió: —Tratando de encontrar en estos huesos la diferencia entre el indio y el blanco.

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