Jorge Eduardo Arellano
A escasos años de su traslado en 1610 a su definitivo asentamiento, la capital de la provincia española de Nicaragua ya estaba —según testimonio de Thomas Gage— “muy bien construida, porque el mayor placer de sus habitantes es tener hermosas cazas, y gozar de los placeres del campo, en donde encuentran con toda abundancia todo lo necesario para la vida, mejor que acumular grandes riquezas”.
Tal era la imagen que presentaba, a los ojos del cronista en lengua inglesa, la ciudad de León que comenzaría de nuevo a regir la vida colonial. Esta se concentraba en la plaza, de acuerdo con el modelo peninsular que adquirió en América más rasgos comunales que incluían las manifestaciones públicas, especialmente religiosas; el paseo vespertino y el mercado al aire libre.
El saqueo pirático de 1685
Por eso, cuando en 1685 sufrió un terrible saqueo pirático, cincuenta vecinos intentaron defender la plaza. Pero fue tal la embestida, a la que siguió un incendio, que huyeron recién comenzado el combate, excepto uno que resistió heroicamente y, ensangrentado, no se dejó capturar por los enemigos piratas franceses al mando de William Dampier.
En concreto, estos quemaron la Catedral y la Iglesia de la Merced, el Hospital y el Cabildo, la Contaduría, el Palacio Episcopal y el Colegio Seminario —recién establecido y ubicado “en la esquina de la cuadra Occidental de la plaza”—, aparte de numerosas casas del vecindario español. Por otro lado, todos los archivos fueron reducidos a cenizas. El hecho tuvo lugar el 21 de agosto de 1685, fecha a partir de la cual León interrumpió su lento desarrollo.
Porque un mes antes —según informe de Antonio Navia Bolaños, Oidor de la Audiencia de Guatemala, firmado el 28 de julio del mismo año— poseía tres conventos (uno de franciscanos, otro de mercedarios y el tercero de los hermanos de San Juan de Dios), el colegio Seminario fundado en 1680 con un lector, dos cátedras y ocho colegiales; dos ermitas (la de San Felipe en el barrio de los mulatos y la del Calvario); una iglesia catedral con su obispo, tres dignidades, dos canónigos, dos curas, sacristán mayor, capellán mayor del coro y muchos clérigos de la Orden de la Merced.
La plaza como centro de poder y expansión
Sin embargo, a mediados del siglo XVIII, era ya apreciable el contorno de la Plaza de León, trazada como foco aglutinante de la ciudad. En efecto, la plaza central o Mayor se configuraba por sus cuatro costados con los edificios representativos de los poderes coloniales: la Iglesia y residencia de sus Obispos, el Ayuntamiento o Cabildo —que regulaba el precio de los productos de abastecimiento diario—, la Hacienda con su Oficina de Contaduría y la Sala de Armas, o sede central de la milicia o ejército. Dicho centro, por lo demás, tendía a la expansión, ya que implicaba el nacimiento de una nueva sociedad.
Y así, citando a Morel de Santa Cruz, se advertían el Palacio Episcopal, caracterizado por un aire de respeto que sobresalía sobre los otros medio del lado Sur de Catedral y construido por el maestro albañil analfabeta Francisco Benítez Zalafranca, teniendo 70 varas de largo y 11 cuartos; el Ayuntamiento, la Contaduría y la Sala de Armas.
Asimismo, la ciudad albergaba otras ocho iglesias (San Francisco, la Merced, San Juan de Dios, San Felipe, el Calvario, San Nicolás, San Juan y San Sebastián), 326 casas particulares de tejas y 995 de paja; se extendía en nueve calles de Oriente a Occidente, y en nueve de Norte a Sur, resultando la Calle Real la más transitada.
Por allí, de acuerdo con la tradición oral y ciertos documentos del archivo diocesano de la ciudad, entraba el correo —portando los pliegos cerrados de la Audiencia o Capitanía General— en mulas y pasaban los mercachifles o quebrantahuesos mestizos que iban a instalarse en fondas y mesones con sus mercancías, trayendo de las otras provincias las últimas novedades en géneros y objetos de lujo. Estos adornaban las casas de adobe, con varias piezas y ventanas de hierro a la calle, teniendo las principales un zaguán con su hornacina, donde se admiraba una pequeña imagen de devoción o invocaciones como Ave María Purísima o Ave Gracia Plena.
El espíritu de posesión
Pero era León, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII, la ciudad que más acumulaba el espíritu de posesión del estrato superior de la colonia y la que lo mantuvo tradicionalmente, no obstante las limitaciones a que se veían obligados sus vecinos principales por su tendencia centrípeta. De manera que en la capital la plata abundaba y brillaba en bandejas, botonaduras, cargadores, dedales, espuelas, garabatos primorosamente labrados en forma de flores, mariposas y pavorreales que servían para recoger las cortinas de las puertas y los pabellones de las camas, como también en hebillas, joyeros, llaves, marcos de espejos, platones y salvillas.
León ostentaba en sus residencias españolas alacenas con puertas de preciosas molduras que servían para guardar las finas porcelanas, las vajillas de plata y las joyas; salones adornados con muebles de caoba, sillas forradas en baqueta y escaños de tres asientos embutidos en melón, espejos venecianos de lujosos marcos dorados de complicado adorno, candelabros de bronce y arañas de cristal para el alumbrado que era con candelas de Castilla; y cocheras donde se guardaba el carruaje o berlina, usada por la familia cuando salía de paseo o a misa.
En Sutiava, regularmente, se mantuvo una feria de berlinas, donde se admiraba el lujo y gentileza de criollos y peninsulares, especialmente de las damas adornadas con filigranas: gargantillas de perlas y granete, zarcillos de oro de media luna, pulseras de plata, etc. Ellas vestían, en ese tipo de reuniones públicas, de Petiflor o de Pollera, siendo éstas de casacas azul, o de brocaso musgo; montellinas de encaje de plata con cuatro dedos. Los hombres, por su lado, llevaban chaleco de seda blanca orlados también, de plata, calzones de primavera, capas de castor o de grana con guarnición dorada, o capotón de albornoz, forrado en baqueta ordinaria; corbata y puños de muselina blanca. También usaban pelucas empolvadas a la moda de Versalles, gregüescos a la rodilla, medias de seda, zapatos de tafilete con hebillas de oro o de plata; sombreros de tres picos con plumeros. Además, lucían espadas de cruz y pistolas de Puebla.
La tradición oral
La tradición oral complementa que el jardín del patio central estaba sembrado de árboles frutales: naranja de china, limas, granadas e ¡cacos que ponían la nota de verdor y frescura. Las flores eran rosas de Castilla y de Napoleón, centifolia (una flor muy bella de cien pétalos), jazmín y reseda, mosqueta y cundeamor, grano de oro y otras clases como chiquionas, amapolasy doncellas. En el traspatio, además de la cocina, se hallaban las dependencias de los sirvientes, el pozo con grandes pilas para depositar agua y botijones de barro en las esquinas para recoger el agua de lluvia. Daban sombra árboles frutales: aguacate, marañones, jocotes en medio de lianas y diversas aves de corral. Los sirvientes mulatos, descendientes de antiguos esclavos, vestían con aseo; las mujeres, con anchas enaguas de percal y revuelos, lucían güipiles o camisas de esclavina; los hombres, cotonas y calzón de mandil.
El desayuno se limitaba a un delicioso chocolate servido en pocillo de vieja porcelana dorada con bizcochos, “cosa de hornos” o delicadas rellenitas de maíz con queso y azúcar. Lo anunciaba una campanilla de plata, tocada por la sirvienta principal. A las diez de la mañana tenía lugar el almuerzo y luego se dormía la siesta en confortable hamaca. De siete a diez de la mañana y de una a tres de la tarde eran las horas de oficina. Las señoras y señoritas bordaban en bastidores, tejiendo con agujas de plata y encaje de bolillo. Las mujeres de la plebe aporreaban algodón y lo hilaban en torno; también cosían a mano y planchaban con caracoles de mar, pues eran ignoradas las planchas de hierro. En suma, los leoneses preferían guardar o enterrar la plata, y algunos macacos de oro, antes de invertirla en negocios, ya que la mayoría de ellos practicaba el refrán: “Casa cuanto quepas, dinero cuando puedas”.
Según el obispo Morel de Santa Cruz, las calles de León en 1751 todavía no estaban empedradas, pues las observó llenas de lodo en invierno y polvosas en verano. El Palacio Episcopal —añadía el dignatario— se ubicaba en la esquina de la cuadra del lado derecho de la plaza, contiguo a la Capilla del Sagrario, edificado sobre adobes, con balcones a las calles y albergando catorce piezas. Tenía jardín interior y en el centro de éste una pila para agua. En el traspatio funcionaban la cochera y la caballeriza. Entre sus buenos muebles y adornos, había 60 asientos de superior clase, y las colchas que se usaban eran de seda. Este edificio se distinguía de los demás por su prominencia.
En lo civil, además del Gobernador —que ganaba dos mil pesos anuales— funcionaba el Ayuntamiento. Tenía casa propia de gran tamaño donde se celebraban los cabildos y otras dos para detener a las personas de distinción cuando se les arrestaba. Estaba integrado por dos alcaldes ordinarios, el primero de los cuales se titulaba Teniente de Gobernador, dos alcaldes de la santa Hermandad —una especie de policía espontánea que no percibía salario—, un Alférez real, un Alguacil mayor, un Depositario general, seis regidores y un escribano. La Real Hacienda era administrada por un Tesorero que recaudaba los fondos y un Contador que fiscalizaba ambos 600 pesos anuales. Algunas veces estas funciones fueron anexadas. En lo militar, auxiliaban al Gobernador un Maestre de Campo, un Sargento mayor, un Comisario de caballería, nueve compañías de infantería y dos de caballería.
También León tenía Sala de Armas y Casas para la Contaduría y Tesorería. Las casas particulares eran 324 de tejas y 995 de paja. La ciudad se extendía en nueve calles de Oriente a Occidente y nueve de Norte a Sur, siendo la calle principal —la que iba del Calvario de Sutiava— la más larga y transitada. Varias de estas calles estaban niveladas y las demás enmontadas.
Había en su jurisdicción 142 haciendas de ganado mayor y gran número de chacras, cultivándose además el maíz y el frijol. Asustaban al vecindario los muchos rayos que se producían en las tormentas de invierno, y fatigaba al obispo el excesivo calor del verano, calor que se atribuía a los volcanes circunvecinos. Cuando ocurrían temblores, la población se refugiaba en los ranchos de paja que se construían improvisadamente dentro de los traspatios de sus viviendas.
Los frutos comestibles eran abundantes y baratos, y el agua de muy buena calidad. Los vecinos no cuidaban el adorno exterior e interior de sus viviendas, porque entendían que proceder con más dispendio era empobrecerse. Algunas familias, aquellas que no poseían coches o berlinas, usaban quitasoles, o sea paraguas. Las costumbres responsables de la ciudad aseguraban una larga vida a sus habitantes que sumaban entonces 1319 familias con 5439 personas de confesión y comunión, incluyendo los barrios indígenas del Laborío y San Juan.
Cincuenta años más tarde, Domingo Juarros contabilizó en León 1061 Españoles, 626 Mestizos, 5740 Mulatos y 144 Indios, que hacen por todos 7521 individuos.