jueves, 29 de septiembre de 2011

LA NEFASTA INQUISICIÓN EN "CENTRO AMERICA" 1569--1820.



El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición se implantó a fines del siglo XVI, en el Reino de Guatemala —al que pertenecía la provincia de Nicaragua— funcionando durante más de doscientos años. Sin embargo, su existencia en nuestra tierra es poco conocida y, mucho menos, divulgada. Aparte de dos monografías de autores guatemaltecos (Martín Mérida en el siglo XIX y Ernesto Chinchilla Aguilar en el XX), sólo Alejandro Montiel Argüello y yo le hemos dedicado algunas páginas sustentadas en amplia documentación.

Más que condenarla, nuestro objetivo ha sido comprenderla como lo que era: un baluarte de la ortodoxia católica que, con su aparato represivo, hizo sentir su crueldad en Alemania (sus víctimas allí fueron decenas de miles), Inglaterra (donde los ejecutados se calculan en setenta mil), Portugal y España. La expansión ultramarina de esta potencia llegó a sus virreinatos del Perú y de la Nueva España (México).


El tribunal de Lima


Al respecto, el Tribunal de Lima procesó tres mil casos, siendo 1470 estudiados por el historiador José Toribio Medina; de ellos, 180 fueron mujeres y 157 frailes. Sus causas correspondieron a “Proposiciones” (opiniones mal vistas por la Iglesia sobre puntos concretos de la teología), judaizantes, mahometanos secretos (o moriscos), blasfemias, doctrinas contrarias al sexto mandamiento, bigamia, hechicería y confesores solicitantes de favores sexuales. De los tres mil, 30 perecieron en la hoguera.

Inquisición episcopal


Antes de que se estableciera en México el 25 de enero de 1569, en las provincias del Reino de Guatemala se había autorizados a los obispos y religiosos para ejercer funciones inquisitoriales. Por ejemplo, en 1543 Julián de Contreras, alguacil eclesiástico de León (Viejo), había metido en prisión a seis amancebados, tres hechiceros, dos blasfemos y a un perjuro: un procurador de apellido Herrera. Pero actuaba, sobre todo, contra los moriscos, judíos y luteranos. Significativamente, el 20 de julio de 1564 Felipe II envió una cédula al obispo de Nicaragua, fray Lázaro Carrasco, en la que le instaba a perseguir a los luteranos, de quienes se tenían noticias seguras de que habían arribado a la provincia.

La etapa agresiva

En el Reino de Guatemala la Inquisición, adscrita al tribunal mexicano, tuvo cuatro etapas: la agresiva (1569-1600), la floreciente (1601-1650), la rutinaria (1651-1774) y la revitalizadora (1775-1820). Este año fue abolida para siempre.
Durante su primera etapa, la actividad inquisitorial se concentró en extinguir la herejía luterana, llegando a quemar en Sonsonate, El Salvador, a Guillermo Cornields, un irlandés ex pirata y barbero, de 24 ó 25 años, el único condenado a muerte por el Tribunal de la Nueva España, que haya tenido relación con el Reino de Guatemala. “Su pasado protestante lo mató; no sólo se le condenó como tal, sino como enemigo político que podía contagiar a sus semejantes con ideas peligrosas y subversivas de las sectas disidentes de Roma”, comentó su caso, acontecido en 1574, el historiador Pedro Escalante Arce.
En 1580 se dio otro caso: la denuncia contra Maese Simón, maestro carpintero, en El Realejo, por decir “que no le gustaban las fiestas de la Iglesia porque no se podía trabajar y, además, por haber sido acusado de tener correspondencia con piratas ingleses”. Los últimos detestaban a los españoles por españoles y católicos. Para entonces, ya se le había seguido proceso criminal de oficio por la Justicia Eclesiástica de Granada contra otro maestro carpintero sospechoso de luteranismo, llamado Francisco, natural de Escarpanio, Grecia; y en 1585 fue denunciado en la misma Granada, y también por luterano, el sastre flamenco Enrique. Se ignora el fin que tuvieron el Maese Simón y el sastre Enrique, pero el griego Francisco se retractó, reconciliándose con la Iglesia en enero de 1562.

Otro aspecto de esta etapa agresiva fue la organización de comisarías dentro de las diócesis del Reino, obra del Inquisidor de la ciudad capital de Guatemala, Moya de Contreras, quien proveyó calificadores y demás miembros familiares, además de nombrar a las máximas autoridades de aquéllas en San Salvador, Sonsonate, El Realejo y Granada. Aquí se hallaban pendientes de trámites el proceso a Nicolás Boeto, genovés, “por haber malinterpretado lo que Dios prohibió a Adán en el paraíso”; y la denuncia contra Hernando Sánchez, por malas costumbres y haber dicho que “no era pecado mortal la simple fornicación, pagando”.

Chinchilla Aguilar señala que en 1599 no había población importante de las provincias del Reino —Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica— donde existiese ya un Comisario del Santo Oficio; y, por lo menos, “cincuenta personas tenían nombramientos de calificadores, familiares y notarios”.

Las otras etapas

En la primera mitad del siglo XVII, aparte de consolidarse, el Santo Oficio de la Inquisición alcanzó un auge con el incremento de procesos, aunque no se tiene noticias de sus sentencias. Judíos y judaizantes fueron objetos de denuncias. De 1623 data el proceso contra Jerónimo Salgado por judaizante; de 1627 la testificación contra Isabel Mercado por sospechosa de judía; y del mismo año la carta escrita en Granada por Alfonso Ruiz de Córdoba a sus tías María, doña Isabel y doña Felipa por la misma sospecha.

En la tercera etapa, correspondiente a la segunda mitad del XVII, la institución —estabilizada— comenzó a vegetar, reflejando el estancamiento rutinario de la sociedad. Abundaron entonces los delitos religiosos. En la misma ciudad de Granada tuvo lugar en 1579 el proceso contra Gabriel de Artieda “por haber renegado de Dios y de la Virgen”. Cinco años antes se había iniciado otro contra Pedro de Torres por decir “que más valía su dinero que Jesucristo; que la Inquisición era diabólica y otras muchas herejías de palabras y obra”. Contenidos heréticos fueron los de Francisco de Oces en 1765, Juan Franco en 1773 y Ramón Pacheco, carpintero que al arribar al puerto de El Realejo en la fragata “Jesús María” había declarado: “ser Christiano Católico, Apostólico, pero no Romano”. Agregaba Pacheco que no se le debía obedecer al Papa “por no ser español”.

En su cuarta etapa, o sea de finales del siglo XVIII a las dos primeras décadas del XIX, la Inquisición en las provincias coloniales que después formarían las repúblicas de Centroamérica se fortaleció, transformándose en aduana de las nuevas ideas y reafirmándose en celosa defensora del poder monárquico. Por ejemplo, en 1805 José Larios en León fue denunciado por leer el libro Misión de Mahoma; y poco después el tribunal de la Inquisición en Guatemala recibió una denuncia en la cual se avisaba que “entre los géneros y mercancías que llegan a esta ciudad, van introducidas las obras de Voltaire y otros heresiarcas”.

Poder social

Sin duda alguna, el Santo Oficio cumplía a cabalidad sus funciones conformando un poder social dentro de la mentalidad de su tiempo, obstinado en defender la pureza de la fe, sin dejar de ser en sus métodos cruel y bárbaro. Más aún, como afirma Salvador de Madariaga, “el Santo Oficio fue generalmente aplaudido en América”. Incluso sería exaltado en prosa y cantado en verso. Pedro de Oña lo hizo en Chile: “¡Oh tribunal sublime, recto y puro / En que la fe cristiana se acrisola”.

Por tanto, no es extraño que en el Reino de Guatemala pertenecer a la Inquisición como Comisario, Notario, etc., fuese de gran prestigio para los estamentos superiores de la colonia: españoles y criollos, únicos que podían ingresar a su aparato. Por eso, asimismo, las “pretensiones” para obtener el cargo de Comisario eran más que numerosas, resultando imposible elaborar una lista completa correspondiente a los avecindados o nacidos en la provincia de Nicaragua.

Los curas Briceño y Chamorro

Citaré, al menos, dos ejemplos. Primero: el del presbítero y cura del Sagrario de la Catedral de León, Juan Diego de Galarza y Briceño, natural de la misma ciudad, que en 1796 tenía 46 años y entre sus principales méritos figuraba haber sido nombrado el 13 de abril de 1792 Notario, Revisor y Expurgador de Libros, “concediéndole todas las gracias, honras, privilegios y exenciones que debía gozar”. Y segundo: el del cura de Granada, Juan Antonio Chamorro, quien en 1803 envió dos cartas y un “Memorial” a los Inquisidores de Granada. El Comisario Pedro Brizzio reenvió dichos documentos a México. Chamorro ofrecía desempeñar la Comisaría del Santo Tribunal no sólo en la ciudad, sino en los pueblos de los alrededores “a menos de veinte leguas de distancia”. Por ser miembro del estrato superior de su ciudad, obtuvo el cargo.

Delitos religiosos y sexuales

Los indios estaban fuera de la jurisdicción del Santo Oficio. Y la mayoría de las denuncias fueron delitos religiosos, sexuales y casos de hechicería o “maléficas”. La tipificación de los primeros es amplia: blasfemia, reniego, profanación de lugares y objetos sagrados, violaciones de prohibiciones, fingirse sacerdote, palabras irreverentes y, sobre todo, proposiciones heréticas. El cura de Managua Diego de Gamboa expuso una de ellas en 1763: “que los sacerdotes clérigos se podían casar, y que los hijos que tuviesen no eran sacrílegos”.

Respecto a los delitos sexuales, se destacaba la bigamia. Por “casado dos veces” se acusó en 1735 a Esteban Corella, “mulato, color de rapadura y vecino de Comayagua” (Honduras). Corella se había casado con una “fulana Alegría” en Acoyapa y con otra, llamada Lorenza, en Comayagua. Casos de poligamia fueron escasos, lo mismo que de sodomitas, como fue el de Joseph Manuel Virto y Joseph Gregorio Ibarra (“Los Chepes”), quienes en 1786 fueron procesados en Rivas “por estar maculados por el pecado nefando contra natura”.

Un antecedente de este caso, acontecido en León Viejo en 1536, fue el del homosexual Andrés Caballero, quemado vivo por orden del alcalde Diego de Tapia, muchísimo antes de que se fundase formalmente la Inquisición. Caballero era amigo íntimo de Francisco de Castañeda —heredero del poder de Pedrarias— en cuya casa, contiguo a la de Caballero, había un postilo y puerta de comunicación.Casos de hechicería
En relación a los casos de hechicería, es preciso consignar la testificación al fiscal del Santo Oficio en 1683 contra Juana Díaz, mestiza, y Josefa Isabel, su hija, “por brujas”; y la denuncia y ratificación en 1721 de Cristóbal de Villagra contra Juan Gutiérrez, español, por haber obtenido unos polvos para unirse carnalmente con Francisca de Mena. Villagra era un mulato esclavo perteneciente al sargento mayor Melchor Fajardo, vecino de Granada.
Es necesario referir que en estos casos de hechicería se veían involucrados los indígenas, a quienes —repito— excluía legalmente la Inquisición. Su pensamiento mágico ancestral —una de las herencias que fundida a la española, conformaron la mentalidad popular— era la causa de ello. Un caso correspondiente a 1797, incluyó a Luis Bravo, “de calidad indio”, a quien acusaban de supersticioso.

Diez años atrás, procedentes de Cartago, Costa Rica, el asesor de León, licenciado Enrique del Águila, fue consultado sobre uno de esos tantos delitos de hechicería. El proceso había comenzado a tramitarse el 28 de septiembre de 1775 contra María Francisca Portuguesa y Petronila Quesada, a quienes se les acusaba de brujas o hechiceras y a la primera de tener “ilícita amistad” con Matías Quesada, hermano de la segunda. La Portuguesa, según el informe del Águila que despreocupaba a los vecinos, “tenía unos calabazos de polvos; la segunda, que habiéndose concertado con la primera para huírse, estando escondidas cantó un animal, al que le habló, y le dijo a la compañera que este animal le advertía cuando hablaban de ella y le avisaba que aquella noche venía su hermano por ella”.Resumen
Durante los tres siglos que duró la dominación española en nuestro continente, según el mismo Madariaga, no pasaron de cien quienes fallecieron a consecuencia de los tormentos físicos y morales ordenados por la Inquisición. Costó, en suma, muchísimas menos vidas que en los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX, cuando perecieron 3,839 personas linchadas, sin la menor garantía de justicia o caridad. No por ello el llamado Santo Oficio dejó de ser responsable de sufrimientos abominables.


FUENTE:J.E ARELLANO /  LIC:RENE DAVILA /28090011

EL PADRE INDIO TOMAS RUIZ PRÓCER DE LA INDEPENDENCIA DE CA.



Dos intelectuales nacidos en la provincia española de Nicaragua participaron en el proceso de la independencia de Centroamérica. El más conocido es Miguel Larreynaga (León, 29 de septiembre, 1772–ciudad de Guatemala, 28 de abril, 1847), jurisconsulto, literato y hombre de ciencia. Menos conocido, pero más importante en dicho proceso, fue Tomás Ruiz (Chinandega, 10 de enero, 1777–San Cristóbal, Chiapas, ¿1820?), sacerdote, primer indígena que obtuvo el grado de doctor en Centroamérica, uno de los tres fundadores de la Universidad de León (los otros dos fueron Rafael Agustín Ayesta y Nicolás García Jerez), y el autor nacido en Nicaragua con más títulos impresos —en latín y español— entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, destacándose sus oraciones fúnebres.

Por eso es lógico relacionar ambas figuras. Larreynaga representó con altura intelectual a la provincia dentro del bando criollo —o línea conservadora— en contra de los próceres liberales como Simón Bergaño y Villegas y Pedro Molina; en cambio, Ruiz actuó siguiendo la línea radical de los últimos. Mientras el primero consolidó su carrera dentro del sistema monárquico, el segundo se rebeló contra el mismo, postulando la acción armada.

Larreynaga: hijo de un orfebre

Ambos tuvieron una formación colonial. Hijo de un platero (u orfebre de la plata), Joaquín Larreynaga, y de Manuela Balmaceda y Silva, quien falleció en el parto, Larreynaga había quedado huérfano de padre antes de nacer. Por eso su abuelo paterno asumió educarlo, logrando que el nieto se elevase por sí mismo, en virtud de su capacidad y energía para ser el más notable letrado originario de León surgido en las postrimerías de la dominación española.

Tras haber aprendido a leer con un religioso de La Merced, ingresó de diez años al secular Colegio Seminario San Ramón. En 1789 enseñó geometría y filosofía en el mismo centro. Incorporado a la Universidad de San Carlos, en Guatemala, concluyó en 1798 el bachillerato en ambos derechos: Civil y Canónico. Luego impartió matemáticas en una institución progresista: la Sociedad Económica de Amigos del País; y en 1799 regresó a León, llamado por el obispo José Antonio de la Huerta y Caso, para desempeñar la cátedra de filosofía en el Colegio Seminario referido.

De nuevo en Guatemala, obtuvo la licenciatura y sus dos carreras durante el primer año del siglo XIX y, antes de su viaje a España, en febrero de 1818, donó su biblioteca con más de tres mil volúmenes a la Universidad de León. Diez años después, al salir del Estado mexicano de Oaxaca, obsequió su segunda biblioteca selecta al Instituto de Ciencias y Artes. Simultáneamente, Larreynaga había consolidado su otra vocación: la del ejercicio administrativo, o, mejor dicho, burocrático, llevando a la práctica este pensamiento: “El modo de conseguir estimación y granjearse conceptos entre los hombres, es trabajar asiduamente y cumplir con exactitud e integridad lo que a uno se le encarga”.

Numerosos habían sido sus cargos desempeñados hasta entonces. Tras la independencia en 1821, se trasladó a México, donde desempeñó cargos importantes. En 1830 fue diputado al congreso constituyente y en 1845 regente de la Corte de Justicia. Dos años después fallecía de un resfriado a los 75 años. Y de los cuatro autoepitafios que escribió, éste fue el más patético: “Aquí estoy muerto: si por mí, llorares, / Mi triste amigo, sabe y ten por cierto, / Que aquí sin consuelo, todo muerto, / A mis amigos vivos lloro a mares”. No contrajo matrimonio, pero tuvo un hijo al que reconoció: Manuel Pineda de Mont. Además, dejó muchos discípulos centroamericanos.

Uno de ellos, el guatemalteco Ignacio Gómez, afirma que la constante subida se redujo a acomodarse con sus propios recursos: “El hombre debe hacer consistir su riqueza en saber privarse de placeres inútiles —sostenía Larreynaga— para no pasar la humillación de vender su independencia. El verdadero decoro consiste en no deber nada a nadie, en no oír que los acreedores llamen a la puerta, aunque las arcas estén vacías”. Postulaba, pues, que todos somos igualmente ricos si cada quien gasta en proporción a sus ganancias.

Otro legado suyo fue su producción erudita. Autor de una comedia de crítica social (“El quebrado ganancioso”), tradujo la Retórica de Aristóteles al español (de una versión latina), compiló un Prontuario de Reales Cédulas y, aparte de varios discursos académicos, divulgó una teoría sobre el origen del fuego de los volcanes en 1843, impresa en Guatemala, reimpresa en México y elogiada en Inglaterra.

Ruiz: descendiente de indios principales
Hijo legítimo de Joaquín Ruiz y Lucía Romero, descendientes de indios principales, Ruiz tuvo la protección del obispo Juan Félix de Villegas, quien le consiguió una beca en el Colegio Seminario San Ramón, donde estudió filosofía y recibió las cuatro órdenes menores. Villegas, ascendido al arzobispado de Guatemala, lo llevó a la capital del Reino. Allí Ruiz obtuvo a los diecisiete años el grado menor de bachiller en filosofía y cursó los estudios de Sagrados Cánones, Leyes e Instituta, terminándolos con los grados de bachiller.

Siendo discípulo de fray Matías de Córdoba, sostuvo en la Universidad de San Carlos el primer acto público de Retórica y Elocuencia, haciendo el análisis de las tres oraciones de Cicerón pro Marcelo, pro Lege Mainilia y pro Milone.

Residiendo gran parte de 1799 y 1800 en León, pasó de nuevo a Guatemala. En 1801, otra vez en León, lo ordenó el obispo Huerta y Caso. Y de regreso por tercera vez a Guatemala, a mediados de 1803, fue investido de Licenciado y, a principios de 1804, de doctor. “Los estudios de las humanidades son siempre útiles a los varones eclesiásticos y es necesario que siempre existan” y “a quiénes deben mayores beneficios los indios: ¿a los sucesores de Pedro o a los reyes católicos?” —Fueron los temas de sus discursos pronunciados en latín.

El burócrata criollista en la proclamación del 15 de septiembre
Mucho más podría hablar de los méritos intelectuales de ambos próceres. Pero aquí me limitaré a sus actuaciones políticas. Larreynaga participó en las tres etapas del proceso independentista: la Ilustrada (1794-1809), la Constitucional (1810-1820) y la propiamente Independentista (1821-1823). En la primera, contribuyendo ideológicamente a prepararla desde la Sociedad Económica de Amigos del País y la Gaceta de Guatemala; en la segunda como individuo en 1813 de la Junta Provisional de Guatemala ante las Cortes españolas y al año siguiente, como diputado por la provincia de Nicaragua; y en la tercera, como se dijo, integrando el bando criollo que proclamó la independencia del 15 de septiembre de 1821 ante la presión, apoyada por la plebe, de los próceres liberales. Actitud conservadora que corroboró al adherirse el 5 de enero de 1822 al Imperio Mexicano y a formar parte, como diputado, de su Congreso.

Pasando a su participación el 15 de septiembre de 1821, conviene establecer que fue el único nacido en la provincia que se hallaba en la histórica reunión, habiéndose inclinado, con más de veinte autoridades de la Capitanía General de Guatemala, a la independencia convenida —o arreglada de antemano— por criollos y españoles. Larreynaga pues, se plegó al criollismo: a la concepción reaccionaria de la independencia; como a José Cecilio del Valle, lo que a él más le interesaba era conservar sus cargos públicos. Es prócer —es innegable— en el sentido criollo, como el marqués de Aycinena, los hermanos Larrave, el mismo Capitán General Gabino Gainza. Pero no lo es realmente en el sentido revolucionario para la época, como lo fueron, entre otros, Pedro Molina, Juan Francisco Barrundia, los Bedoya y Tomás Ruiz. Sus méritos residen, más bien, en su obra de humanista neoclásico, de científico y recopilador de leyes, de catedrático, en fin, de sabio.

El Padre-indio y la conjura de Belén
En cuanto a Ruiz, el Padre-indio, funcionó como activista de la independencia en dos ámbitos: en su provincia natal (encabezando el movimiento subversivo de El Viejo, en 1805, contra las autoridades españolas y divulgando “doctrinas revolucionarias”, en palabras del historiador Tomás Ayón) y en la capital del Reino de Guatemala (dirigiendo la conjura del Convento de Belén a finales de 1813). Ruiz fue el que más experimentó la represión de su época, permaneciendo casi siete años preso, gran parte de ellos engrillado y sin ver el sol, en la insalubre cárcel colonial; y ningún otro se atrevió directamente (en carta a Fernando VII) a negar el sistema monárquico (planteando sustituirlo por el republicano) y a mantener viva, aún desde la cárcel, la propaganda independentista.

Tales aspectos revelan su participación clave como prócer que aspiraba a una verdadera transformación social, a través de la distribución de la tierra a los trabajadores agrícolas y de la lucha armada, la que pensaba vincular a la del cura mestizo de México, José María Morelos, cuyas proclamas conocía y divulgó desde el convento de Belén en la ciudad de Guatemala. En diciembre de 1813, esta conjura fue delatada y reprimida. Su impulso, pues, resultó decisivo para preparar la proclamación del 15 de septiembre de 1821. Por eso es uno de los próceres más significativos de ese proceso. Pero, desde luego, no fue el único: más de una docena de sus compañeros de estrato social e ideología lucharon violentamente por la independencia. Sin embargo, nuestro cura indígena posee la personalidad menos fría, estática y convencional de todos ellos.

La aspiración frustrada de una canonjía en Comayagua

Otros aspectos suyos confirman sus impresionantes talentos, cuyo libre despliegue fue siempre bloqueado por el sistema para alcanzar un puesto en la jerarquía eclesiástica. En efecto, ejerciendo el vicerrectorado del Colegio Seminario de Comayagua, Honduras, aspiró a una canonjía en el cabildo eclesiástico. A Ruiz lo apoyaba el obispo de Honduras, Vicente A. de Navas, pero los restantes miembros del cabildo se oponían a su candidatura. El arcediano José María de San Martín, uno de ellos, logró un testimonio adverso sobre Ruiz del Deán del obispado de León, quien antes había enviado otro en términos elogiosos.

El obispo Navas falleció, y Ruiz, destituido de la fuerza de su vicerrectoría, huyó a Guatemala, donde entablaría un juicio contra el cabildo eclesiástico de Comayagua. Vana fue su lucha. No obstante, presentar testimonios favorables sobre su conducta en Comayagua, Ruiz no pudo obtener la pretendida canonjía. En el fondo, lo rechazaban por indio. Así lo dejó ver: “Mi provisor San Martín es de los que miran a los indios con desprecio… ¿Qué delito es que un indio aspire a una canonjía por los medios que la iglesia tiene aprobados? Los indios de mi provincia y estos de Honduras han visto con regocijo mi marcha, me han obsequiado en mi tránsito, se han alegrado de que pretendiese un canonicato…”.

De manera que, formado e incorporado a la sociedad colonial entre 1790 y 1804, a Ruiz lo frustraron varias veces entre 1807 y 1813. Hechos que estimularon su convicción y a soportar su consecuencia: el martirio —entre 1813 y 1819—, cuando desapareció sin saberse ahora la fecha exacta de su muerte.

Su pensamiento —integrado por ideas teológicas, pedagógicas, de justicia social y políticas— y la serie de anécdotas forjadas sobre su condición de indígena, proyectan en forma lapidaria reflexiones de raíces bíblicas como la siguiente: “Toda la vida del hombre no es más que una cobarde flor del campo, que se rinde y marchita cuando el sol apenas comienza a disparar sus rayos”.

La anécdota con el obispo García Jerez

Al mismo tiempo, enseñan lecciones de humana igualdad como la siguiente. Un jueves de Corpus, el Obispo de León, seguido de su vistoso cortejo, salió de catedral y se encontró con Tomás Ruiz en el atrio de la parroquia de Sutiaba, removiendo unos huesos recién exhumados para enterrarlos en el cementerio; al verlo, le preguntó llamándole con ánimo despectivo “padre-indio”. —¿Qué haces allí, Padre-Indio? Y Ruiz le respondió: —Tratando de encontrar en estos huesos la diferencia entre el indio y el blanco.

Mark Twain y Nicaragua.



Al libro Travels with Mr. Brown (Viajes con Mr. Brown), pertenecen las páginas que escribió sobre Nicaragua Mark Twain (1835-1910), posterior y fragmentariamente traducidas por Luciano Cuadra. El libro se conoció hasta en 1940, año en que fue editado por los investigadores Franklin Walker y G. Ezra Dane. Se trata de una larga serie de cartas viajeras que el célebre humorista estadounidense publicó en el periódico “Alta California”, de San Francisco.

Entre ellas figuran las dos cartas o reportajes viajeros en las que Twain describe, con lujo de detalles, su travesía desde San Francisco hasta Nueva York, a través de Nicaragua, o mejor dicho, de nuestra histórica Ruta del Tránsito.

Dicha ruta, ya en su ocaso cuando pasó Twain, se remontaba al inicio del “Gold Rush” —o fiebre del oro— del Oeste de los Estados Unidos, que el 27 de agosto de 1849 había hecho un contrato para abrir una ruta interoceánica a través de Nicaragua. David L. White —representante de una compañía privada— y el Gobierno de Nicaragua, encabezado por el Director Supremo, Norberto Ramírez, lo firmaron.

White era Coronel, y su compañía “American Atlantic and Pacific Steamship Canal Company”, la integraban Cornelius Vanderbilt —su principal socio y el segundo hombre más rico de los Estados Unidos—, su hermano Joseph y otros.

De acuerdo con el contrato, la compañía tenía el derecho exclusivo de construir un canal, y explotar la ruta de pasajeros hacia California, en vista del empuje hacia el Oeste de los Estados Unidos y la obtención de nuevos territorios en la costa del Pacífico.

La Compañía Accesoria del Tránsito
El trabajo de conducir pasajeros fue asignado a la Compañía Accesoria del Tránsito (o Accesory Transit Company), la cual se derivaba de la primera, pero independiente. Por ella, Vanderbilt tendría el monopolio de la navegación en barcos de vapor por el Río San Juan y el Gran Lago de Nicaragua, a cambio de entregar al Gobierno de Nicaragua diez mil dólares anuales, más el 10% de las utilidades.

El astuto y emprendedor financiero, entonces de 55 años, ofrecía una ruta más corta, barata, segura, cómoda y saludable que la de Panamá, controlada por la Pacific Mail Steamship Company, cuyos vapores entrelazaban las dos costas del istmo panameño, cobrando 600 dólares; en cambio, Vanderbilt cobraba 300 por pasaje de primera, y 180 por el de segunda, en la Compañía Accesoria del Tránsito.

En los vapores de su línea naviera, los pasajeros iban de Nueva York y Nueva Orleans hasta San Juan del Norte, puerto de Nicaragua en el Atlántico; allí tomaban vaporcitos fluviales en los que remontaban las 120 millas del Río San Juan hasta llegar al puertecito de San Carlos, en la ribera oriental del Lago de Nicaragua. Luego, en vapores medianos, cruzaban las 55 millas que hay desde allí hasta la Bahía de La Virgen, en la ribera occidental del Cocibolca.

La etapa final —de La Virgen a San Juan del Sur— se hacía en mula, a pie o en diligencias tiradas por mulas o bueyes. Mark Twain realizó este viaje de 12 millas durante tres horas y media en una diligencia sucia y despintada, pero en el sentido inverso, es decir, de San Juan del Sur a La Virgen, y describe el viaje como “un divertido resbalón a través del istmo”.

Arriba el primer vapor al lago
El primer barco a vapor que superó los raudales del Río San Juan, llegando a las costas del Gran Lago, fue “El Director”. El primero de enero de 1851 arribó al puerto de Granada, trayendo a bordo al Coronel White.

Con capacidad para 250 personas, “El Director” provocó un generalizado optimismo. Poco después de su arribo —informó el Prefecto Fermín Ferrer— “la población entera de Granada se agolpó a las márgenes del lago, y con un vértigo de alegría conoció, por primera vez, este mecanismo ingenioso desarrollado en el presente siglo”. Aludía, naturalmente, al barco de vapor o de ruedas. Antes de 1849, la navegación en el Lago de Nicaragua se hacía exclusivamente por medio de embarcaciones de vela.

Veinticinco días más tarde, Cornelius Vanderbilt se dirigía desde Granada al Director Supremo, Norberto Ramírez para informarle el motivo de su presencia: la comprobación de que el istmo nicaragüense constituía “la vía mejor y más susceptible del canal” y del tránsito. Así lo ratificó el periódico “Correo del Istmo”, al detallar que por la misma ruta, sólo en la tercera semana de enero de 1851 pasaron unos 500 pasajeros.

Vanderbilt, quien se hallaba en Rivas, había llegado a San Juan del Norte en el vapor de su propiedad “Prometheus”. Su Accesory Transit Company, en consecuencia, fue inaugurado con un viaje que, partiendo de Nueva York, concluyó en San Francisco de California, e1 30 de agosto de 1851.

En total, de 1851 a 1857 transitaron por la Ruta de Nicaragua, del Atlántico al Pacífico, 56,812 pasajeros, y del Pacífico al Atlántico, 50,803.

El oro en California favoreció temporalmente la economía del país. La población minera de aquella región, no pudiendo encontrar lo necesario para alimentarse, hizo que vinieran a nuestras costas barcos en busca de víveres.

Sólo en 1850 por el puerto de El Realejo se exportaron 16,000 quintales de maíz y 14,000 de arroz; 11,992 galones de miel de abejas, 80,000 varas de tablas de cedro y 110,000 puros, entre otros artículos. Pero la presencia de la Accesory Transit Company sería fatal. “Se mete en todo el tránsito sin respetar la ley”, denunció un ciudadano de Rivas que sería presidente: Evaristo Carazo. En última instancia, lo demostraron los hechos, estimuló el filibusterismo.

Infraestructura de la intrusión filibustera de Walker
En junio de 1852 la Compañía Accesoria del Tránsito repartió dividendos a sus socios, sin deducir el 10% que correspondía a Nicaragua; en realidad, nunca lo pagó, pese a los intentos de arreglo del Presidente Fruto Chamorro. Y en 1854, la misma compañía de Varderbilt reconoció al Gobierno revolucionario de León —durante la guerra civil que estalló ese año—. En 1855 sirvió de infraestructura a la usurpación filibustera de William Walker.

Según David I. Folkman, la intrusión walkerista impidió que la Ruta de Nicaragua superara a la de Panamá, fortalecida en 1855 con la inauguración del primer ferrocarril interoceánico del continente. “Una administración exitosa —asegura— hubiera dado mucho dinero al Fisco nicaragüense y el contrato no hubiera sido anulado [...] Siete años de disputas transcurrieron hasta que la ruta —en 1864— pudo volver a ponerse en pie, pero era demasiado tarde para que recobrara el vigor original”.

La llegada de Mark Twain

Es en ese momento, e129 de diciembre de 1866, cuando arriba al puerto de San Juan del Sur, en el Pacífico de Nicaragua, el joven de 31 años, que entonces era Samuel L. Clemens, conocido posteriormente como Mark Twain, a quien lo sorprende el Año Nuevo de 1867 navegando por el Lago de Nicaragua de La Virgen a San Carlos.

Twain había sido piloto desde los doce años en el Río Mississippi, y cuando vino a Nicaragua no había publicado ningún libro. Apenas escribiría en 1867 “The Celebrated Jumping Frog” (“La rana saltarina del Condado de Calaveras”).

En versión de Luciano Cuadra, Twain dejó escrito: “Teníamos derecho a escoger la diligencia en que haríamos el viaje de doce millas que hay de San Juan del Sur a La Virgen (…) Nos metimos en una de las más grandes diligencias de un rojo desteñido, tirada por cuatro caballos cholencos. El cochero comenzó de inmediato a sacudirlos y apalearlos, y también a maldecirlos como loco furioso en un inmundo español (…)”.

El primer anuncio gringo en Nicaragua

Y continúa: “La primera cosa que los hombres vieron fue, pero sin saber qué cosa era: un mojón tal vez, una cruz, o quizá la modesta lápida de algún desventurado aventurero americano. Pero no, no era nada de eso; al acercarnos vimos clavado en un árbol un letrero que decía: ‘Compre una camisa Ward!’ era, pues, simplemente uno de esos abusos en que se refocilan los mercachifles de mi tierra dueños de la camisería de esa marca. Y pensar, que gente como esa invade los lugares más sagrados con sus anuncios canallas para desnaturalizar los paisajes en que uno podría extasiarse”.

Doncellas achocolatadas

“Casi doscientas yardas, pasábamos ranchitos con ventas atendidas por muchachas de pelo negrísimo y relampagueantes ojos, que de pie antes las bateas nos miraban pasar en actitudes como de agraciada indolencia, chavalas éstas de color de baqueta y vestidas siempre lo mismo: una sola bata suelta de zaraza con estampados chillones, recogida arriba de los pechos y de volante fruncido. Tienen dientes blancos y caras bonitas de sonrisa ganadora (…) estas doncellas achocolatadas venden café, té y chocolate, bananos, naranjas, piñas, huevos cocidos, guaro aborrecible, mangos, jícaras labradas y hasta monos, y los precios son tan módicos que, a pesar de órdenes y reconvenciones en contrario, los pasajeros que en el vapor venían en tercera se atiborraron de toda clase de bebidas y comidas.

El camino era suave, plano y sin lodo ni polvo, y el paisaje ameno, aún cuando no llegaba a maravillar. Los cuatrocientos viajeros que éramos, unos a caballo, otros en mulas, y otros más en diligencias tiradas por cuatro mulitas, formábamos la más bizarra, astrosa y extraña comparsa que yo jamás hubiera visto.”

El viajero, de cuyo estilo vivo, directo y oral procede la narrativa norteamericana moderna, cruzó en diligencia la carretera del Tránsito —o sea, la estrecha faja del Istmo de Rivas— para llegar al pequeño embarcadero de La Virgen.

Allí tomó el vapor “San Francisco” de la Compañía Accesoria del Tránsito, en el cual surcó el Gran Lago de Nicaragua, el primero de enero de 1867, desembarcando en San Carlos, catorce horas después, el 2 de enero.

Luego bajó por el Río San Juan, recorriendo sus 120 millas hasta llegar a otro puerto y bahía en el Atlántico: San Juan del Norte. De allí Twain transbordó a otro vapor más grande que lo condujo a Nueva York.

Los volcanes gemelos

Twain describe las peripecias e impresiones de su viaje por esta ruta, en buena parte paradisíaca, cuando el cólera azotaba nuestro país. Pero ni esa amenaza, ni el rudimentario menú de los vapores (sándwiches), pudieron opacar su humor y sensibilidad ante la belleza del paisaje nicaragüense.

Al Concepción y al Maderas los reconoció como “Volcanes gemelos, maravillosas pirámides arropadas en un verde fresco y suavísimo, veteadas sus faldas de luces y de sombras; sus cimas perforan las errabundas nubes, parecen los volcanes apartados del vértigo del mundo, tan tranquilos así como están inmersos en sueños y en reposo”.

Durante su travesía por el río, para él un paraíso despoblado, se fue desplegando ante él “la encantadora belleza de sus contornos. Todos cautivados miramos largo rato y en suspenso la maravillosa que se abría en frente y a los lados. Pero, al fin cesó el embrujo y se oyó un rebullicio de animadas pláticas y comentarios salpicados de exclamaciones exaltadas”.

En San Juan del Norte

Al arribar a San Juan del Norte constató sus doscientas casas viejas de madera y algunos hermosos predios vacíos y con sus mil ochocientos habitantes: “un mosaico de nicaragüenses, estadounidenses, españoles, alemanes, ingleses y negros jamaicanos. Casi todos éstos tienen venta de puros y guaro, frutas y hamacas de cabuya. Todo muy barato, y hasta vinos y otros artículos importados, pues los derechos de aduanas son bajos (…) engalanan el pueblos unos cuantos cocoteros, lo bordean chaparrales, y por donde quiera sonríen entre la grama los botones rosados de las mimosas”.

Por lo demás, el personaje Mr. Brown, a que continuamente alude Twain en sus dos cartas, es ficticio: creación del autor. Y los datos históricos que aporta son numerosos y valiosos. Entre ellos, cabe citar el consumo ya desarrollado del café, y la fluida circulación de la moneda norteamericana —especialmente el dime o diez centavos—, ambos fenómenos impulsados por la Ruta del Tránsito.


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HORACIO NELSON Y EL CASTILLO.



En el marco de la lucha entre las potencias colonialistas de Europa, la provincia española de Nicaragua fue escenario de la expansión inglesa. Desde el siglo XVI el comercio inglés se enfrentaba al monopolio español en las Indias.

En el siglo XVII, Oliverio Cronwell concibió la organización de un imperio británico en las mismas Indias. Pero en el XVIII el poderío inglés se proyectó a plenitud. Por eso ejecutaron dos invasiones formales a nuestra provincia: una en 1762 (en la que tuvo lugar la hazaña de Rafaela Herrera); la otra en 1780.

El intento de 1774

Pero antes se había intentando un ataque que Jerónimo Vega y Lacayo, Sargento Mayor de la Plaza de Granada en 1759, consignó ese año en un impreso sobre los puertos del Reino de Guatemala, cuya “llave” —según él— era su ciudad natal.

Preparado desde Jamaica, con el fin de apoderarse de ella (la ciudad y puerto lacustre de Granada), ese intento lo había neutralizado el Capitán General de Guatemala, Thomas de Rivera, quien dispuso de inmediato que el Maestre de Campo José Antonio Lacayo de Briones, abuelo de Vega y Lacayo, auxiliase El Castillo de la Inmaculada Concepción con dos compañías de 50 hombres cada una.

En consecuencia, Lacayo y Briones se embarcaron hacia El Castillo el 3 de abril de 1745, reparó sus muros, profundizó sus fosos y contrafosos, construyó una nueva batería, lo abasteció de suficientes víveres y proveyó de municiones y pertrechos. Enterados de esta defensa, los ingleses desistieron de su proyecto.

El Plan Smith

Sin duda, el Lago de Nicaragua ofrecía el espacio más estratégico y vulnerable de atacar a los españoles. “Es por esta razón —escribía Bryan Edwards— un objeto de la más alta importancia para la Gran Bretaña; y, para decirlo de una vez, es aún más precioso que la posesión de Gibraltar”. De ahí que en 1769 haya surgido el Plan Smith consistente en la posesión de la hoy Bahía de Salinas, la toma de la Villa de Rivas y su fortificación inmediata para establecerse en ella, cortar la comunicación de Granada con el fuerte de la Inmaculada y así rendir éste, enviando fuerzas desde la propia Inglaterra a la costa de Mosquitos.

Con los planes levantados por los generales Hodgson y Lee del Lago y del territorio de Nicaragua —conducidos a Londres por Smith—, el Plan tenía como objetivo inmediato extender los dominios británicos por toda Centroamérica.

Ya no se trataba de las eventuales incursiones predatorias de los zambos-mosquitos —iniciadas en 1704—, sino de invasiones directamente dirigidas y financiadas por la monarquía inglesa. La de 1762 no pudo tomarse El Castillo; la de 1780 lo hizo, pero no logró avanzar por impedirlo las enfermedades tropicales.

Derivada del Plan Smith, esta segunda invasión a Nicaragua se inscribía en el contexto del Pacto de Familia entre Francia y España —los reyes de ambas monarquías eran Borbones— durante el reinado de Carlos III. En 1779, pues, España declaró la guerra a Inglaterra. Y el 24 de octubre del mismo año ya había sido tomada por los ingleses, al mando del capitán Dalrymple, la fortaleza de Omoa en Honduras.

Más de tres mil invasores

La expedición financiada por comerciantes jamaiquinos, traía más de 3,000 hombres: 2,000 soldados veteranos, aparte de civiles, zambos y mosquitos.

Su comandante era el Brigadier General Stephen Kemble, a quien el gobernador de Jamaica, John Dalling, le había dado instrucciones detalladas para asestar un golpe mortal a la monarquía española. Secundaban a Kemble los coroneles John Polson, William Dalrymple, Sir Alexander Leigh y Horacio Nelson. Era la primera vez que éste mandaba una embarcación de guerra. Tenía 22 años.

Los ingleses salieron de Jamaica el 4 de marzo de 1780, y veinte días después llegaron a San Juan de Nicaragua, internándose en las fragatas Resource, Horatio, Pilgrim, Hinchinbrake y Minona de 36, 32, 28, 24 y 20 cañones respectivamente.

El 9 de abril la fuerza invasora venció a los defensores de la isla Bartola, donde el gobernador de Nicaragua, Juan de Ayssa había colocado 5 cañones y 16 soldados. Aunque fueron echados a pique dos botes con 60 hombres que intentaron asaltar la trinchera, doscientos ingleses vadearon la retaguardia y cayeron sobre la isla con bastante ímpetu.

La toma del Castillo el 29 de abril de 1780

El 11 de abril el invasor apareció frente al Castillo, en una punta alta llamada Padrastro de las Cruces, abriendo el fuego que se prolongó hasta el día siguiente. El 13 duró el cañoneo 14 horas. El 14, 15, 16 y 17 continuaron los fuegos que se suspendieron el 18.

Dedicados a reparar sus baterías y a preparar el asalto, los ingleses se limitaron a disparar sus fusiles. El 19, a las cuatro de la tarde intentaron tomarse El Castillo, pero un cañoneo español se los impidió.

El 20, no sin hacer fuego, perfeccionaron sus trincheras. El 21 la guarnición del Castillo rompió los fuegos sin recibir respuesta sino hasta por la tarde cuando auxiliados por piraguas, sus enemigos se lanzaron a tomar la fortaleza. Ésta se rindió ocho días después: a las cinco de la tarde del 29 de abril de 1780 al coronel Polson. Diecinueve días había durado la defensa.

Se rindieron 235 personas, incluyendo 17 mujeres, 13 niños, 6 esclavos (hombres, mujeres y niños), 17 artilleros, 31 soldados españoles y 61 negros. En la capitulación firmada por el coronel Polson —Comandante en Jefe de los ingleses— y Juan de Ayssa, —Comandante de El Castillo— el mismo 29 de abril, fue reconocida la gallarda defensa de la fortaleza que mantuvo el gobernador de Nicaragua, razón por la cual Polson permitió a la guarnición salir marchando a banderas desplegadas, mechas encendidas y redobles de tambores.

También permitió que llevaran consigo los ornamentos y efectos necesarios para su culto religioso, aceptó tratarla como prisionera de guerra, con humanidad y decencia y prometió “mantener a los zambo-mosquitos dentro de los límites de la moderación”.

Trágico fin de prisioneros en Jamaica

Once soldados perecieron durante el sitio y 105 por disentería, después de la rendición, de manera que los prisioneros capturados por los ingleses fueron enviados a San Juan de Nicaragua el 3 de mayo. Éstos sumaban 45, pues tres milicias se habían despachado a Granada y Guatemala como correos. El más importante prisionero era Juan de Ayssa, recibido por Kemble en el mismo San Juan de Nicaragua (o del Norte, como luego se conocería).

De allí, tras intentarlo dos veces, partió el buque Monarch con 45 defensores del Castillo hacia Santiago de Cuba. Al arribar a Sabanalamar, puerto de Jamaica, el Monarch fue hundido por un huracán, habiéndose salvado únicamente Ayssa y los oficiales Pedro Brizzio, Antonio Antoniotti, Gabino Martínez y Joaquín de Isasi. Los cinco retornarían a la provincia a principios de 1781. Cuarenta murieron ahogados.

El 12 de mayo ya Polson tenía ocho prisioneros indios de la Isla de Ometepe, dos de ellos pilotos en el lago al servicio del rey de España (Baltasar Condega y Antonio Redombes).

Polson les dijo que el rey de Inglaterra no había enviado su ejército a hacer la guerra a los pobres indios, sino a redimirlos de la esclavitud de los españoles; que si permanecían quietos no serían molestados en sus personas ni propiedades, antes bien, las armas de Inglaterra los protegerían y que vivirían libres de tributo.

Condega y Redombes fueron interrogados, lo mismo que el soldado español Juan Paulino (con cincuenta años de vivir en El Castillo) y el negro espía Francisco Yore.

El interrogatorio a Francisco Yore

Por ellos se averiguó que las lluvias comenzaban en los primeros días de mayo y terminaban en noviembre; septiembre y octubre eran los meses más lluviosos. Que los caminos eran buenos entre Rivas, Granada y Managua, pero eran mejores los mulares.

Los habitantes estaban muy mezclados en toda la provincia. Se alimentaban de maíz, frijoles, carne de res y puerco. Los ribereños recibían artículos de Europa por el lago, y harina de trigo de Guatemala, acarreada por mulas.

De San Carlos a Granada la navegación duraba tres días con buen viento. En Granada residían, según Yore, seis mil personas, pero no estaba seguro del dato.

En Ometepe habitaban mil distribuidos en dos pueblos: uno de indios y otro de mestizos, éste junto al lago; sólo un español vivía allí: el cura.

Respecto al fuerte de San Carlos (sin decir que así se llamaba), Yore agregó que estaba defendido por 12 cañones montados, 2 de calibre 12 y 10 de 8. Lo defendían 50 soldados regulares blancos, tres artilleros y doce negros. El resto de negros y mestizos eran como 500 y 150 soldados regulares, cuya llegada estaban esperando. Había como 100 enfermos y el lugar era tan insalubre como El Castillo.

Toda la milicia estaba armada con mosquetes. Granada sólo estaba defendida por arroyos. Rivas carecía de fortificación alguna, al igual que las islas del lago.

Nelson y su actuación

En cuanto a la actuación de Horacio Nelson (futuro Lord Nelson of the Nile y vencededor de Trafalgar) llamó la atención de sus superiores por sus grandes cualidades militares y humanas. Al partir a Jamaica el 30 de abril —al día siguiente de la rendición del Castillo— escribió Polson a Dalling: “El capitán Nelson, entonces en el Hechimbroke, arribó con 34 marinos, un cirujano y 12 infantes de marina. Me faltan palabras para expresar lo que debo a ese caballero. Él era el primero en cualquier comisión, ya de día o de noche; apenas hubo cañón que no fuera dirigido por él o por el Lugarteniente Despard, jefe de ingenieros…”

Desastre y retiro de los ingleses
A los ingleses no les fue mejor. Su tardanza en la toma del Castillo permitió a los españoles fortificarse en la boca del lago (el fuerte San Carlos), operación que no afectó a los invasores, ya que no pasaron de la fortaleza capturada. Pero el extravío de algunos botes, el retiro de los zambos-mosquitos (a quienes Polson negó tomar a los españoles como esclavos), más la escapatoria de Condega y Redombes, las lluvias, la insalubridad y la mala alimentación (tuvieron que probar carne de mono que les pareció sabrosa) acabaron con la expedición. Enfermos de disentería, optaron por retirarse.

El 13 de mayo los soldados estaban desnudos, sin camisa, ni pantalones, ni zapatos. Entre el 21 del mismo mayo y el 9 de junio, todos los oficiales ingleses cayeron enfermos. Las tiendas se hallaban en tan mal estado que no detenían el agua de lluvia. Tuvieron la intención de construir chozas, pero no hubo hombres para hacerlas.

En suma, casi una cuarta parte de los invasores (unos 700 hombres) salió con vida. Los demás (unos mil y pico al menos) fueron obligados a huir enfermos de muerte, en su mayoría. Pocos se quedaron en El Castillo hasta finales de 1780. El 26 de noviembre recibieron la orden de evacuarlo y destruirlo con minas. Esta tarea la ejecutó el jefe de ingenieros Edgard Marcus Despard el 2 de enero de 1781. No lo destruyó del todo, sino parcialmente, dejándolo arruinado.

Destinos y tumbas de Nelson y Despard

Mientras Nelson llegaría a ser un héroe nacional, y sus restos descansan en la catedral de San Pablo, el coronel Despard —volador del Castillo— conspiró en 1802 para apoderarse de la Torre de Londres y de la Casa del Parlamento, matar al rey, levantar una insurrección y botar al gobierno.

Fue procesado. Nelson declaró que en la expedición de Nicaragua habían dormido en una misma tienda y que su conducta correspondió a la de un oficial valiente y leal.

Lo condenaron a muerte. Dos años después, ambos dormían casi juntos sus sueños eternos: Nelson, bajo el espléndido monumento de San Pablo; Despard en una tumba sin nombre a la sombra de la misma Catedral, mejor dicho a su lado sur, en la parroquia de St. Faith.



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SUCESOS DE LA APROPIACIÓN DE NICOYA Y GUANACASTE POR COSTA RICA.



LEl territorio de Nicoya fue descubierto por dos lugartenientes de Pedrarias Dávila en 1519 y desde Castilla del Oro (hoy Panamá). Ellos arribaron al Golfo del mismo nombre, bautizado “de Nicaragua”. De 1557 a 1588 fue parte de la provincia de Nicaragua (la de Costa Rica no existía); de 1589 a 1593 funcionó de apoyo a la colonización del Valle Central de Costa Rica, emprendida desde la ciudad Granada; de 1594 a 1602 se mantuvo unida a la nueva provincia; de 1603 a 1786 permaneció en condición de autonomía y desde el 23 de septiembre de 1786, cuando Carlos III dividió el Reino de Guatemala en cuatro Intendencias, constituyó un Partido de Nicaragua.

Una era la Gobernación Intendencia de Nicaragua, que constaba de cinco partidos: además del de Nicoya, los de León, Sutiaba, El Realejo y Matagalpa. Esta situación se mantuvo en 1813, y de nuevo en 1820 —tras la vigencia de la Constitución de Cádiz— cuando el Reino volvió a dividirse en dos Diputaciones Provinciales: una con sede en la ciudad de Guatemala (abarcando Chiapas, Guatemala, El Salvador y Comayagua) y otra con sede en León (comprendiendo Nicaragua y Costa Rica). La de León, como la de Guatemala, constaba de 7 miembros: uno por León, otro por Granada, otro por Segovia, otro por Rivas, otro por Nicoya (o sea, 5 representando a Nicaragua) y dos por Cartago.

Por otro lado, existían lazos económicos entre Costa Rica y el Partido de Nicoya desde el afincamiento de hacendados ganaderos de Rivas que culminó en 1769 con la fundación del pueblo de Guanacaste (llamado posteriormente Liberia) y la erección de su ermita. Luego, en 1772, se fundó el pueblo de Santa Cruz. Realmente, a raíz de la guerra entre partidarios y adversarios del Imperio de México (que se dio también en Costa Rica), los habitantes de Nicoya se adhirieron al gobierno de León, sometido a México; luego rompieron con él para unirse al de Granada, que lo combatía; y, durante las subsiguientes “conmociones de Nicaragua” (entre “libres” y “serviles”) decidieron anexarse a Costa Rica.

El acta del 25 de julio de 1824

as presiones costarricenses no se hicieron esperar. Así surgió el acta del 25 de julio de 1824, por la cual el Ayuntamiento de Nicoya decidía anexarse al Estado vecino, después de rechazar en cabildo abierto dicha anexión veintiún días antes. Intereses de varios sectores influyeron en la decisión tomada, argumentando las ventajas comerciales que podían proporcionarles el puerto de Punta Arenas, la administración de Justicia y la “seguridad, quietud y régimen político”, ausentes en la convulsiva Nicaragua. El municipio de Santa Cruz decidió seguir los pasos de la Villa de Nicoya en Acta del 27 de julio del mismo año, con la renuencia del barrio de La Costa; pero el 9 de agosto la anexión fue ratificada.

Así las cosas, el 9 de diciembre de 1825 el Congreso Federal decretó: “Por ahora, y hasta que se haga demarcación del territorio de los Estados que previene el Art. 7º de la Constitución, el Partido de Nicoya continuará separado del Estado de Nicaragua y agregado al de Costa Rica”. Pero dicho decreto —que establecía una suerte de fideicomiso— no fue sancionado por la Asamblea de los Estados respectivos, como lo pretendía la Carta Fundamental de Centroamérica.

Nicaragua reclamó vigorosamente ante el Congreso Federal que tomaría en consideración la protesta enviándola a comisión, la cual dictaminó favorablemente a los derechos de Nicaragua. Costa Rica también antepuso el “por ahora” al artículo en que demarcaba su territorio —el mismo de la época colonial— de su primera Constitución del 21 de enero de 1825. No incluyó la posesión de Nicoya, anexada a Costa Rica en el acta del 24 de julio de 1824 “para mientras se restablecía el orden en Nicaragua”. Contra esa acta también se había elevado otra, firmada igualmente por nicoyanos y guanacastecos, dirigida al mismo Congreso Federal, hallándose entre sus firmantes el “Pbro. Pedro Avendaño, cura de la Provincia de Guanacaste”.

Costa Rica y el uso de la fuerza y la amenaza

En reunión del 5 de agosto de 1826, los vecinos de Santa Cruz suscribieron una exposición al gobierno federal en la que pedían derogar el decreto del 9 de diciembre anterior y aclaraban que fue una minoría la que había solicitado la anexión a Costa Rica. Lo mismo afirmaron los vecinos de la villa de Guanacaste el 15 del mismo mes, reunidos dentro de la iglesia parroquial, previa misa celebrada por el cura José Santiago Mora. Allí se acordó suspender el juramento que exigía Costa Rica, puesto que consideraban que la anexión no era perpetua, sino temporal.

Ante esta actitud, el gobierno costarricense organizó una tropa de 150 hombres al mando de Pedro Zamora, quien expidió el siguiente úkase: Cuartel General, Nicoya, septiembre de 1826. Por esta mi orden comparecerán todos los vecinos de Santa Cruz (digo los que no hubieran jurado a este pueblo el dieciséis de éste) a celebrar la jura el diecisiete, prometiendo a los que así lo hicieren verlos como vecinos obedientes, y a los que no, pasar con las bayonetas a esa costa, embargar sus bienes, quemar sus casas y traer sus familias a morar a este pueblo. Los vecinos respondieron: Prestaremos el juramento en virtud de la fuerza con que se nos obliga. A este sometimiento a la fuerza, siguió el gobierno de Costa Rica aplicando medidas de terror. “El pago del Ejército que se levantó para amenazarlos fue exigido a los vecinos de Guanacaste por medio de embargos de bienes y bruscas persecuciones”.

Los continuos reclamos de Nicaragua
Desde entonces, pese a sus disturbios intestinos, Nicaragua siempre reclamó Nicoya. Así lo hizo el 3 de enero de 1826 Pedro Benito Pineda, recordando que también el partido nicaragüense de Segovia estuvo agregado al de Honduras un año, pero que había vuelto al dominio de Nicaragua. La comisión de la Constituyente sostuvo que de los tres municipios (Nicoya, Santa Cruz y Guanacaste) tan sólo algunos de los ciudadanos del primero querían permanecer agregados a Costa Rica. El Ministro General Miguel de la Cuadra reiteraba el mismo concepto del 19 de mayo de 1826. Y el 2 de junio de 1830, otro Ministro General insistió en el carácter provisional de la agregación de Nicoya y que Costa Rica debía obrar como el Partido de Segovia.

El 5 de enero de 1843 partió de León hacia Costa Rica una misión oficial encabezada por Toribio Tijerino. Fundamentalmente, intentaría conseguir la devolución del antiguo partido de Nicoya, ya denominado Departamento de Guanacaste. Tijerino fue mal recibido, pasaban intimidando tropas armadas, echando a correr el rumor de que irían pisando los talones del diplomático nicaragüense.

Tijerino cuestionó la legitimidad de las actas de los cabildos nicoyanos, por ser producto de amenazas por parte de las autoridades costarricenses. El 24 de diciembre de 1842 el jefe de Estado, José María Alfaro, ofreció 500 pesos y un empleo a quien quitase la vida al individuo que osara negarse a juramentar el decreto. En su Constitución de 1844, Costa Rica incluyó en su territorio el departamento de Guanacaste. Pero, en el Tratado de Masaya de 1846, aceptó la propuesta de Nicaragua: que la cuestión de Nicoya la solucionasen tres árbitros, dos de ellos centroamericanos. En 1848 prefirió una potencia extranjera designada por ambas partes. Sin embargo, la apropiación ya era una realidad.

El primer ejército moderno de Centroamérica

Esa apropiación, en su etapa final, se le debe a Juan Rafael Mora, mandatario por diez años de su país. “Don Juanito” fundó el primer ejército nacional moderno de Centroamérica. En 1851 comenzó a comprar equipo bélico en Inglaterra y sumaba 5,500 hombres. En 1852 los entrenaba un militar ruso. En 1854 la tropa era de 6,500 efectivos: casi el diez por ciento de la población del país.

¿Y todo para qué, si no había señales de agresiones filibusteras? Para servir de amenaza a Nicaragua, consolidar de iure la posesión de facto del ex llamado Partido de Nicoya y ahora Provincia de Guanacaste; y para expandir la frontera norte por la fuerza. Mora logró todo eso. En mayo de 1854, ante la inminente contienda interna de Nicaragua, se anexó Nicoya y Guanacaste, bautizando a este territorio Moracia (en honor suyo). Para entonces ya había hecho fracasar la misión de Dionisio Chamorro, enviada por su hermano Fruto, para arreglar los límites de ambos países. Todas sus propuestas fueron rechazadas.

El 22 de febrero de 1854, Chamorro estimó conveniente protestar: Si Costa Rica, como es de suponerse, declara la guerra a Nicaragua y se dispone a reconquistar el Partido de Nicoya, protesto solemnemente, y a la faz de todas las naciones, que será responsable ante Dios y los hombres de toda la sangre fraternal que se derrame. No hubo tal derramamiento. Sin embargo, tres meses antes de iniciarse la guerra fraticida de sus vecinos, Mora tomó partido por el bando leonés. Un prusiano, al frente de soldados costarricenses, plantó la bandera tica en una isla del río San Juan; otro prusiano emprendió la construcción de un camino en la margen meridional del Lago; flagrantes usurpaciones furtivas de la soberanía nicaragüense que tenían en el objetivo de echar a andar el proyecto de la “Costa Rica Transit Company”, de empresarios estadounidenses, a través de la cual Mora pretendía disputar la ruta interoceánica a la compañía que funcionaba en Nicaragua desde 1851.

Mora y su expansionismo

Costa Rica pegó el grito al cielo cuando 49 soldados leoneses huyeron hacia su país, tras la batalla de Rivas el 29 de junio de 1855, mostrándose los ticos impacientes para estrenar los cañones de campaña, morteros, obuses y rifles Minié. Su Ejército era ya de 7,000 hombres. Al concluir la cosecha del café, el 27 de febrero de 1856, Mora declaró la guerra “contra la República de Nicaragua”, cuyo gobierno presidía Patricio Rivas, aunque controlado por William Walker. “No vamos a lidiar por un pedazo de tierra. Vamos a luchar para redimir a nuestros hermanos de la más inicua tiranía” —proclamó Mora el 1º de marzo de 1856. Los poderosos hermaniticos, aprovechando nuestro conflicto para apoderarse de la ruta del canal y del tránsito.

Mora intervino en los cruentos y complejos acontecimientos de Nicaragua entre 1855 y 1857, apoyado por la intromisión de Inglaterra y desplegando una diplomacia expansionista. Así firmó dos nuevos contratos canaleros en San José: el 4 de diciembre de 1856 —en plena Guerra Nacional antifilibustera—, y el 12 de julio de 1856 con súbditos británicos. Mientras tanto, el 6 de julio de 1857, en un tratado bilateral entre ambos países, el Juárez-Cañas —ya expulsado el filibustero Walker—, y quedando Costa Rica en posición ventajosa ante la postrada Nicaragua, ésta tuvo que entregar su Distrito de Nicoya (como figuraba en su mapa oficial de 1855) “para siempre”. Pero Costa Rica no ratificó dicho Tratado, ya que no satisfacía sus pretensiones en el río San Juan. El objetivo del presidente Mora era convertir en condominio el río y posesionarse de la ribera meridional del Gran Lago.

El 14 de octubre de 1857, Costa Rica dio un ultimátum para que el gobierno de Nicaragua entregara el puerto lacustre de San Carlos, hecho considerado por el presidente Tomás Martínez una declaración de guerra. El diálogo suplió las armas, y en Rivas, el 8 de diciembre de 1857, José María Cañas y el propio Martínez firmaron el tratado Martínez-Cañas, reconociendo Costa Rica los límites del Juárez-Cañas y devolviendo el Castillo Viejo, tomado antes de concluir la Guerra Nacional antifilibustera con el apoyo privado del empresario estadounidense Cornelius Vanderbilt. Una vez más, el Congreso tico no reconoció el nuevo tratado.

El 18 de enero de 1858, Nicaragua nombró comisionados. Entonces Máximo Jerez, Plenipotenciario de nuestro gobierno, firmó en San José con José María Cañas el 15 de abril de 1858 el Tratado Jerez-Cañas, quedando definitivamente resuelto el litigio con Costa Rica por la posesión de Nicoya. El artículo segundo definía las fronteras. Costa Rica obtuvo una respetable ganancia territorial, pero Nicaragua puso coto a la pretensión costarricense del río San Juan.